José Mujica, ex presidente de Uruguay y uno de los políticos más influyentes de América Latina, declaró el año pasado que el feminismo le parecía «bastante inútil» porque «la estridencia termina jodiendo la causa de la mujer» y creando «una antípoda quejosa». Lejos de retractarse, hace unas semanas ratificaba sus palabras en una entrevista en la que justificaba sus reservas hacia las feministas porque las hay «pitucas (pijas, adineradas) que tienen sirvientas». Como crítica a un movimiento social con casi tres siglos de historia resulta bastante pobre. ¿Cuántos políticos de izquierdas han defendido la lucha de clases mientras usaban el poder para enriquecerse y ascender? Al señor Mujica jamás se le ocurriría deslegitimar la causa obrera con ese argumento, pero en cuanto las mujeres alzamos la voz hasta los más progresistas nos tachan de quejicas y nos mandan callar. No debería sorprendernos, la traición de los hombres de izquierdas a las feministas ha sido una constante a lo largo de la historia.
En 1789 las mujeres protagonizaron la marcha hacía Versalles y jugaron un papel crucial en la toma de la Bastilla, sin ellas la Revolución francesa no habría triunfado y sin embargo se las excluyó de Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y muchas acabaron guillotinadas. Fue el caso de Olympie de Gouges, a quien Robespierre, el más radical de los jacobinos, mandó ejecutar por atreverse a exigir la igualdad frente a sus compañeros. En Estados Unidos las sufragistas pelearon por la abolición de la esclavitud al lado de los hombres negros y de los republicanos, una vez conseguida, unos y otros prefirieron dejar la lucha por el derecho al voto femenino para «un momento más oportuno». Al otro lado del charco, las feministas marxistas también vieron como sus camaradas de partido postergaban sus reivindicaciones para más adelante por considerarlas un asunto menor. Alejandra Kollontay descubrió con amargura el escaso interés de la clase obrera y sus dirigentes por la opresión femenina el día que se iba a celebrar la primera asamblea de mujeres y apareció en la puerta del local un cártel con la siguiente inscripción:
«La asamblea para mujeres se suspende, mañana asamblea solo para hombres».
El socialista alemán August Bebel dejó claro que las mujeres estaban solas en aquella lucha: «que no cuenten con los hombres, así como los proletarios no tienen que contar con la burguesía». No ha variado un ápice desde entonces. Cuando en 2011 un grupo de jóvenes desplegó una pancarta en Sol con el lema «la revolución será feminista o no será», los indignados del 15M empezaron a abuchearlas y pidieron su retirada al grito de «fuera, fuera». La pancarta acabó siendo arrancada de la plaza con violencia. Ni Stéphane Hessel, ni Ramón Sampedro habían dedicado en ¡Indignaos! una sola frase a la lucha feminista, como tampoco se la dedicaron Zygmunt Bauman o Noam Chomsky. Defender el feminismo es estar en el lado correcto de la historia pero para algunos líderes políticos e ideólogos de la izquierda parece que sigue siendo un asunto menor.
Las mujeres no somos un colectivo, ni una minoría, somos la mitad de la población y no estamos dispuestas a esperar otros tres siglos para que se hagan efectivos nuestros derechos. No vamos a postergar más esta lucha en favor de otras. Que nadie nos diga que el feminismo es inútil cuando la violencia machista sigue asesinando a más de 135 mujeres cada día. Hoy 8 de marzo de 2020 saldremos de nuevo a las calles para demostrarle a los señores de izquierdas y de derechas que esta revolución pacífica no tiene vuelta atrás y mañana si quieren que nos vuelven a llamar «quejosas», a estas alturas ya estamos acostumbradas.
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